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XIV

 

LA RAÍZ OCULTA

 

                                              “Reyes y reinos sucumben ante luz y oscuridad que máscaras unen”

                              Dicho popular de las tierras élficas de Adheris

La noche caía como manto helado sobre la fría tierra. Las estrellas, tapadas por el inmenso follaje de la gran arboleda, brillaban con fuerza y orgullo intentando ser vistas por aquellos que moraban en la espesura. De las aguas turquesas bañadas por la tenue luz de la luna, brotaban mágicos manantiales que regaban los gigantescos árboles en dónde grandes y pequeñas estructuras se mantenían suspendidas: De casas a patios y de plazas a lejanas galerías de tiro en las practicar con el arco. En la ciudad de Valendir, capital del reino de Udvel'holme, todos y cada uno de los elfos vivían en paz y armonía con su entorno.

 

Los minutos, horas, días, meses y años transcurrían sin alteración ni sobresaltos. El tiempo, inexorable en su paso y símbolo de lo efímero y perecedero, no era más que un concepto trivial para aquellos inmarcesibles habitantes del gran bosque perenne.

 

En el vetusto y profundo arbolado, los ahora escasos moradores de la ciudad de los árboles discurrían en quietud el fin de su edad, de su propia era. El que antaño fuera un pueblo orgulloso y poderoso, ahora lloraba sobre las cenizas de su antigua y ya marchita gloria. De los altos elfos de la primera edad, grandes pensadores y guerreros todos ellos, ya poco restaba en dichas tierras.

El quehacer propio del pueblo en tales días consistía en la incesante búsqueda de la propia satisfacción primaria, una melancólica predisposición y apertura al conocimiento, así como el perfeccionamiento de múltiples artes de todo tipo. De todo ello, se desprendía la curiosa y acertada creencia de una vida parsimoniosa y tediosa para los denominados mortales.

 

El rey, largo tiempo recluido en sus propias y perturbadas vicisitudes, yacía solo, aliquebrado y funesto, encerrado en su propio palacio. Un mal endémico sumía y sentenciaba a un reino sin futuro ni fe. La ciudad, de belleza estoica e incorruptible, albergaba en sí misma el desasosiego y la maldición intrínseca de su retraído soberano. Un deseo oscuro y feroz había anidado en la mente turbada del que antaño fuera un querido y respetado dirigente. De tal oscuridad, el reino sufría las aciagas consecuencias.

 

De entre la calma del bosque, un ligero murmullo sobresalía de entre su equilibrio y paz. En la cámara de las edades, reunidos los portavoces de las grandes casas elfas, argüían sobre sus dinastías y el devenir de su comunidad. El debate, de tono sosegado y respetuoso, transcurría sin sobresalto alguno. Al amparo de la luz lunar y a la espera de hallar un conato de simple esperanza en su sino, las casas deliberaban y litigaban con calma sin llegar a acuerdo unilateral.

Dicho foro, repleto de debatientes, los últimos elfos de las tierras firmes, se extendía más allá de las grandes castas del propio Valendir: de Nidnvellir a los pocos rezagados de Heralt-Terr. En la cámara de las edades, todos y cada uno de los portavoces exponían sin tapujos sus inquietudes y trataban de aportar soluciones para las cuestiones comunales y otras discusiones de gran enjundia. Dentro, en la gran mesa, una sola silla permanecía vacía. La ausencia del rey, el fiero y gran guardián de las dinastías, generaba disputas y controversia entre los inquietos asistentes. Las graves cuestiones de estado y sobre la raza restaban aletargadas, sin resolver. El caos empezaba a hacerse palpable en un reino que moría paulatinamente y sin freno.

El devenir del pueblo de los elfos de Valendir, así como el de todos ellos en esas tierras, pendía de un delgado hilo. La fe en su mandato, otrora inquebrantable, minaba a pasos agigantados. Las vísperas nocturnas, poco halagüeñas y soporíferas, adquirieron un tinte de pesadilla ante las desapariciones reiteradas y silenciosas de algunos ciudadanos. A estos les siguieron una ristra de misteriosa y silenciosa destrucción sin precedentes; de todos y cada uno de ellos, no se pudo encontrar más que miembros cercenados y sangre derramada. Ante tan oscura e insólita amenaza, los habitantes transcurrían sus veladas en un gélido y noctámbulo desamparo abrumador. Bajo las grandes copas de los ancianos y colosales milenarios, los elfos, amedrentados ante el terror, se escondían de la silente mano de la muerte: Las sombras del bosque.

Instaurada la pesadumbre en el sino de un reino hastiado y fatigado, la aparición de dichas sedientas y feroces criaturas agravó todavía más un sentimiento de indefensión. En sus largos e intensos debates, los cabezas y portavoces de cada casa vaticinaban un oscuro futuro, reclamando a su vez soluciones o sedición. El sosegado hervidero de preguntas y respuestas daba siempre paso a un compendio más grande de cuestiones sin resolver. El exilio o traslado a otras ciudades, parecía la única vía de escape aceptable. El éxodo hacia las tierras quebradas, hogar natal de su raza, era mera cuestión de tiempo.

 

Ajeno a todo ello, más allá de la gran maraña de grandes hojas y troncos, donde la gran arboleda nace con sus gigantescas y poderosas raíces, una larga escalera daba paso a un nuevo destino. En el escaso hollado suelo de las afueras de la ciudad colgante, una joven elfa de atípicas orejas puntiagudas y corta edad, corría arco en mano esquivando zarzales y árboles. De ropajes humildes y recogida cabellera castaña en reflejos dorados, sus pasos rápidos y precisos saltaban piedras y raíces, acercándola cada vez más rápido a su presa. Colgando a ambos lados su cinto, tambaleándose a cada zancada que daba, un par de pequeños roedores muertos se desangraban sobre sus ágiles piernas.

No muy lejos de su posición, oculto entre los árboles y matorrales del soto, el conejo negro se dentenía, solo, olfateando su entorno con la cabeza alzada, ajeno al peligro. Agazapada detrás de la gigantesca flora del sotobosque, la chiquilla avanzaba sin hacer ni un solo ruido. Su respiración, calmada e indetectable, se mantenía equilibrada incluso después de la carrera. Un suave movimiento de brazo agarró la flecha del carcaj y la dispuso en el arco, silenciosa. Con la cuerda tensada al máximo, soltó el proyectil que, sin titubeo alguno, se desplazó entre troncos, arbustos y maleza, hasta alcanzar de lleno al enorme roedor de oscuro pelaje. En la calma del bosque, sin alterar lo más mínimo su proceder, el animal cayó al suelo. Ella sonrió.

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